Todos las mañanas Apolo guía el Carro del Sol hacia lo alto del cielo. Y la tierra entera se llena de luz. Doce horas más tarde, el carro dorado desciende en el horizonte y se esconde detrás de los montes y el mar. La oscuridad se apodera de la tierra.
Una vez al año el Sol desaparece durante unos meses muy tristes. Porque Apolo viaja entonces en el Carro del Sol al país de los hiperbóreos, tierra mítica, comarca de luz y alegría, cuyo camino es un misterio insondable para los mortales.
Los hiperbóreos eran justos y honestos, obedientes a las leyes de Apolo y respetuosos de su culto, y por ello el dios los había recompensado con la juventud perenne, protegiéndolos, al mismo tiempo, con fronteras que ni la muerte ni el sufrimiento podían traspasar. Ninguna amenaza se cernía sobre sus cabezas, ceñidas de laureles.
Los castigos de los dioses olímpicos les eran desconocidos, y las pruebas con que los inmortales se complacían en afligir a los hombres no les causaban ningún daño. Como no cometían injusticias, nada temían de Némesis, la terrible diosa de la venganza divina. Ni recelaban de los nefastos poderes de Eris, la rencorosa divinidad de la discordia. De la guerra apenas conocían el nombre, puesto que ni Enió (Bellona) ni Ares (Marte), dioses que se deleitaban en las batallas, habían podido jamás llevar sus bélicos clamores a los dominios del pueblo de Apolo.
En su territorio resonaban constantemente armoniosos ecos de cánticos, y dulces coros infantiles entonaban loores al dios. Por el aire tranquilo vagaban dulces sonidos de compases ritmados de danzas, de acordes de liras, de claros tonos de flautas.
Una vez al año eran bendecidos con la compañía de su dios protector. En su mesa, enriquecida con manjares incomparables, se sentaba Apolo, sonriendo mansamente a todos. Comía con ellos, y con ellos departía y tañía la lira, acompañando el cadencioso movimiento de los bailarines.
Finalmente, llegaba la triste hora de la partida. Apolo preparaba su carro de oro, y el disco llameante descendía para despertar a la tierra, que yacía sumergida en las frías sombras de invierno.
Entonces comenzaba a borbotear la vida en el suelo, en medio de una explosión de colores y perfumes. Porque de sus manos milagrosas se derramaba otra vez, para los hombres de aquel suelo, la esperada primavera.
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